"Santa Maria" de la Brigada Ramona Parra

martes, 22 de noviembre de 2011

Un Trariwe

La técnica más fascinante del tejido mapuche es la que ellos llaman “Ñimin”. La palabra ñimin tiene muchos significados pero el que más me gusta es el que Violeta Lemunguier me confió en su taller de Santiago cierta tarde de este invierno. Para ella, el ñimin es “traer desde la oscuridad al frente, a la luz”. Mejor metáfora que esa para la búsqueda de memorias no he podido encontrar en este andar de construirlas a través de urdiembres. Pues en la memoria del pueblo mapuche hay mucho en la oscuridad y estas mujeres, en arcanas tejedurías, han traído a la luz el saber de un pueblo que no ha podido ser silenciado ni confinado a esa oscuridad.



El Trariwe es la faja mapuche que suelen o solían usar los mapuche en su cintura. Está cargada de símbolos que de alguna manera se dan maña para contar la historia de su pueblo. Lo usan las machi, también las mujeres y algunos hombres ya que por la firmeza de su tejido les permite afirmar su cintura para las labores de fuerza que realizan.

Mucho me costó encontrar una tejedora que siga haciendo este tipo de tejido hasta que encontré a Mercedes (ver entrada anterior). Le pedí a Mercedes que me tejiera un trariwe del modo que ella quisiera y que me permitiera visitarla mientras lo hacía.

Partí hacia el “Puente Negro” una helada madrugada de abril. Al llegar a Nueva Imperial todavía estaba oscuro y debía esperar la micro que sólo pasa los lunes y viernes en aquella dirección. Mientras esperaba en una terminal de Nueva Imperial pude ver como los campesinos de los alrededores llegaban en varias micros sacando de las bodegas sus ovejas y cerdos atados por las patas, todavía en horario donde el sol no aparecía a derretir la escarcha.

La micro al Puente Negro demora unos 40 minutos y desde ese puente a la casa de Mercedes son unos 40 minutos más a pie entre medio de llanuras. Tal vez uno podría demorar menos, pero caminar viendo la salida del sol y la neblina que se levanta para apenas tapar algunas de las casitas de madera que se asoman entre los montes entretienen y demoran el paso.


Mercedes me esperaba con un desayuno de té de poleo (y con ello el recuerdo de mi plantita de poleo de allá en Rodeo) y además con un pan recién horneado. Mientras tomaba de la taza Mercedes armaba una madeja de lana blanca en su pequeña cocina de lata y con un aparato que le diseñó su suegro.



Luego fuimos afuera para armar la urdiembre del trariwe, unas cuantas varas y varios metros de lana se fueron entrelazando mientras gallinas y un perezoso cachorro aprovechaban el calor del sol. Con una calma y facilidad envidiable Mercedes levanta la urdiembre y me lleva a su taller para montar el witral. Lo demás es puro tire y afloje de cuerdas para que el telar aguante los embates de cada golpe para apretar bien la trama.



Me cuenta que los colores que ha usado son naturales pero no eran los que usaban las “antiguas” para tejer un trariwe. Aquellos de antaño ya no se consiguen naturalmente y la fundación para la que trabaja no le deja usar productos artificiales, aunque su abuela hace unos cincuenta años si utilizaba anilinas y teñidos industriales con tal de seguir con la tradición. La mañana termina cuando el hambre le avisa a Mercedes que debe preparar el almuerzo, y además, saco cuentas de que me espera cuarenta minutos de caminata hasta el Puente Negro para tomar el micro de regreso.



Intuyo que hay miles de secretos tras las historias de estos nuevos tejidos. Camino de regreso pensando que en este proyecto deberé aprender algún ñimin especial que me permita traer al frente lo no dicho y que lo que no se puede decir de un entramado de historias que me confunden y desafían casi hasta el cansancio. Por suerte el olor a campo y los pastos mojados aún al medio día calman la ansiedad y las ganas de regresar…

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